martes, 29 de noviembre de 2011

Presentación del libro EL HILO DE SOFÍA

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En este libro podrán leer ustedes cuentos como éste.


LA CANCIÓN DEL SEÑOR ENCUMBRADO
por D.J. ÁLvarez

Las sombras comenzaron a danzar alrededor de la casa al son del estribillo:
“Soy un señor encumbrado,
ando mejor que un reloj,
me levanto muy temprano y me acuesto a la oración”.
Aquella hipnótica estrofa se filtraba repetidamente a modo de panegírico a través de las rendijas. Me acerqué temeroso a una de las hojas de la ventana y traté de cerrarla, aun a sabiendas de que sería inútil. Uno de los cristales estalló y una segunda piedra, rebotando contra el revestimiento de madera, cayó entre las flores. La hoja crujió y la luz me empujó hacia atrás; luego la fatídica melodía enmudeció y las sombras infantiles desaparecieron con ella. No obstante, la rabia ya había crecido en mí.
Durante el resto del día deambulé por la casa tratando de esquivar los espejos, enfurecido, algo habitual en mí. Sin embargo, siempre había alguna ocasión en la que de un modo u otro pasaba de refilón cerca de uno de ellos; entonces me entraba el pánico.
Una vez crepusculó, salí al jardín. Una fina nube de niebla colgaba a ras del suelo como una sábana húmeda. El heno temblaba, temblaban los árboles, las criaturas nocturnas se sacudían en sus escondrijos. Luego la sábana se dejó llevar por una brisa casi ilusoria y el amplio prado se descubrió. A varios cientos de metros, el bosque mordisqueaba el cielo noctámbulo como un banco de pirañas bajo el Orinoco. Lo atravesé lentamente, sin prisa, sin ruido.
La aldea brillaba a escasos kilómetros del desfiladero del río Iskar, muy cerca de Stara Planina. Una larga hilera de luces lejanas y radiantes como traseros de luciérnaga iluminaba la avenida principal. Luego, poco a poco, me fui escabullendo entre la penumbra y las laberínticas callejuelas, hasta alcanzar la esquina de la parroquia huyendo siempre de la luz; no todos sabían por aquel entonces que debido a mi enfermedad, mis padres me mantuvieron hasta la adolescencia encerrado en el sótano, rezando plegarias ante una humilde cruz de madera. “Hubert”, me decían, “debiste nacer muerto. Es por eso que el Señor tiñó de blanco tu cabello y cubrió con una fina membrana tu piel: para que recordaras siempre tu culpa. Bendito sea Él por no traerte al mundo con el corazón y las vísceras inermes. Agradéceselo hasta el fin de tus días, aunque seas el mismísimo hijo de Satanás”, me decían.
Y así lo hice.
Olía desde allí los helechos cuando una muchacha cruzó la calle. Caminaba con los hombros encogidos y los brazos cruzados sobre unos pechos casi imperceptibles, aún sin macerar. Pensé en ella como una joven Eva e imaginé una manzana latiendo dentro de su corazón. Luego esperé a que se aproximara lo suficiente.
Una vez estuvo a mi alcance, le tapé la boca con una mano y la atraje hacia mí. Se sacudía, trataba de desasirse con golpes femeninamente débiles que llegaron a resultarme enternecedores. Entonces ambos nos escurrimos desde la pared de la parroquia hacia el suelo y una vez se desplomó en la tierra húmeda, la estrangulé con firmeza hasta que su manzana dejó de latir. Estaba tan pálida que de haberse tratado de un varón me hubiera parecido un reflejo... Esto último me hizo ver que no había hecho más que repetir traspiés en lo que al sexo de mis víctimas se refería, por lo que se me antojó que a partir de aquella noche sólo sacrificaría muchachos: de ese modo, su figura frente a la mía me aportaría cierta calidez frente al crimen, cierta sensación de cercanía, de semejanza, como dos iguales cara a cara ante un mismo espejo ceñido de muerte e indulgencia. Me eché a la joven Eva sobre los hombros y avancé entre la oscuridad bajo las imaginarias pirañas del río Orinoco. Crucé el bosque y la sábana de niebla. La luna espiaba el horizonte.
Una vez en el sótano de lo que nunca consideré mi hogar, senté a mi náyade en una silla junto a sus otras compañeras.
-¿Quién es ese señor encumbrado? ¿De dónde le viene tal popularidad? Los niños tararean cada domingo la misma canción frente a mi puerta y luego me lanzan piedras, pero pese a ello, la curiosidad se ha apoderado de mí. ¿Es de por aquí? ¿Cabría la posibilidad de que algún hombre respetable del pueblo me lo presentara? –inquirí acercando mi oído a sus labios, pero no encontré respuesta.
Le había preguntado lo mismo a cada una de ellas, pero tan sólo la tercera llegó a mencionar algo mientras le colocaba las manos sobre las rodillas. Su cuerpo aún estaba caliente cuando masculló una tímida frase que no llegué a entender, por lo que maldije mi ineptitud y desde entonces, cada vez que llevaba a una nueva acompañante al sótano y trataba de sonsacarla, me acercaba todo lo que podía hasta su boca por si acaso quedaba un último hálito en su garganta que respondiera a mis preguntas.
En el transcurso de la noche del martes y la mañana del miércoles, me dediqué a las labores de conservación del cuerpo de Eva. Primeramente deslicé la cuchilla para abrir el abdomen, saqué las vísceras (que con sumo cuidado deposité en un cubo aunque luego me deshiciera de ellas) y extirpé los pulmones. Rellené el vacío con esparto y a continuación cosí la hendidura, tarea que me llevó no más de media hora. Concluida la primera parte del proceso, realicé con suma precisión el mismo ejercicio con la lengua y los ojos, sustituyéndolos por un trozo de ante y dos bolas de cristal de color verde. Finalmente, maquillé el cuerpo y el cabello con talco para darle un aspecto más saludable. A diferencia de mí, ellas eran tan fastuosas, tan perfectas, casi divinas.
La noche del jueves, ya concluida mi tarea, la dediqué a pasear por el cementerio. Allí estaban todos: el borracho del pueblo, el pastor, la madre del usurero, la hija del afilador (que murió durante el parto), el sacerdote, mis progenitores... Al llegar a mi lápida arranqué un puñado de violas salvajes y lo dejé junto a mi epitafio. Treinta años antes fui enterrado allí mismo. No escuché lágrimas cuando desperté de la catalepsia; tan sólo las palabras en latín del nuevo párroco, el graznido de los cuervos y la tierra golpeando la madera de pino. Más tarde, cuando todos se marcharon, empujé la tapa del ataúd, apalanqué mi cuerpo contra la lápida y una vez salí de ella, volví a dejarla en su sitio. Finalmente, regresé a casa, entré en su habitación y estrangulé a aquellos que me engendraron mientras dormían. Hasta los catorce años, momento en que la enfermedad me provocó una muerte fallida, fui ignorado por ellos, repudiado por los vecinos cercanos y temido por los chicos de mi edad. En vida, no fui más que un fantasma. Pero desde hacía tiempo ya no estaba solo: tenía a mis imperecederas compañeras y de alguna manera, ellas a mí. Como celebración del aniversario de mi fallecimiento, encendí varias velas y las repartí por el salón, una por cada año que había burlado a la muerte. Luego fui a mi cuarto y maldije a mis progenitores antes de quedarme dormido.
A la mañana siguiente desperté con el estruendo de las vigas del techo golpeando contra el suelo. La casa ardía como una gran pira funeraria. Con las mangas del pijama pegadas a la nariz, atravesé las diferentes habitaciones y corrí en dirección a la puerta que daba al jardín descubriendo el foco inicial de la deflagración. Durante el sueño, el chisporroteo de las velas había alcanzado las cortinas, que ardieron hacia la mesa, luego hacia la biblioteca, y poco a poco se fueron extendiendo en dirección al resto de las estanterías y paredes de madera.
Cubierto por las llamas, salí al exterior atravesando el arco de hiedra mientras el fuego carbonizaba mi espalda, los antebrazos y las piernas. Entonces, me derrumbé sobre la hierba.
“Soy un señor encumbrado,
ando mejor que un reloj,
me levanto muy temprano y me acuesto a la oración”…
…entonaban las voces infantiles rebotando a un lado y otro de mi memoria. Ese es mi último recuerdo antes de volver a morir, antes de que el sol abrasara esa piel blanquecina mía, tan deleznable, débil y desacostumbrada a su luminiscencia… tan frágil, tan banal… Entonces comprendí el significado de aquella canción y que jamás volvería a estar solo.
Mis fantasmas me estaban esperando.

1 comentario:

  1. El acto fue magnífico. Todo salió redondo salvo el contratiempo de la doctora Baena que por desgracia no pudo llegar a tiempo por culpa del tráfico. Tengo que decirlo, a mi me parece que representa un hito de la mayor importancia. a partir de ahora caminan hermanados, una joven y prometedora editorial, una naciente y gran plataforma virtual de autores con perspectivas ecuménicas y una pequeña asociación de autores unidos por la red y por firmes lazos de amistad. Brindemos por ello y felices fiestas a todos.

    Antonio Castillo

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